“El odio es la característica diabólica del ángel caído”

Václac Havel fue el último presidente de Checoslovaquia y el primer presidente de la República Checa desde 1993 a 2003. Gran dramaturgo, autor de obras de teatro, luchador por los derechos humanos.

En agosto de 1990, tras la caída del muro de Berlín, se realizó en Oslo una conferencia internacional que contó con la participación de reconocidos líderes políticos. El tema central se basó en el odio.

La participación de Havel fue considerada brillante por la manera utilizada para abordar un sentimiento que supera el mero debate político. Una reflexión profunda sobre la identidad del odiador que resulta de imprescindible lectura.

“Debemos luchar enérgicamente contra cualquiera de los posibles gérmenes del odio colectivo no sólo por principio, sino también porque hay que hacer frente al mal, por nuestro propio interés”, comenzó diciendo.

El intelectual, que murió en 2011, trazó una descripción del individuo que es capaz de sentir odio.

“En primer lugar, jamás se trata de hombres vacíos, pasivos, indiferentes o apáticos. Su odio siempre me parece la manifestación de un gran anhelo realmente no satisfecho, de un deseo continuo que jamás se ha cumplido, de una ambición desesperada. Se trata, pues, de una potencia interior enormemente activa que domina a su portador y le somete a una insatisfacción permanente.

Niego rotundamente que el odio sea equivalente a una simple ausencia de amor o de humanidad, o un simple vacío en el alma humana. Todo lo contrario: tiene mucho en común con el amor. Al igual que este sentimiento, trasciende de sí mismo, se aferra al otro y depende e incluso delega una parte de su propia identidad en él. Así como el amante anhela a su amado y no puede existir sin él, también el que odia sueña con el odiado. Y tanto el amor como el odio son, en esencia, una manifestación del anhelo de lo absoluto, aunque en el último se trate de una manifestación trágicamente perversa.

Los que odian, al menos los que yo he conocido, son personas con la sensación permanente, imposible de erradicar, de ser tratadas injustamente, aunque no sea la situación real. Es como si quisieran ser estimadas, respetadas y amadas sin limitación, y, sin embargo, se vieran permanentemente atormentadas por la dolorosa constatación de que los demás son ingratos e imperdonablemente injustos con ellas. No sólo no las respetan ni las aman como debieran, sino que -según como lo perciben- incluso las ignoran.”

A continuación, agrega: “En el subconsciente de los que odian dormita la perversa sensación de que ellos son los únicos auténticos portadores de la verdad absoluta, lo que les convierte en superhombres o, incluso, en dioses. Por ello, sienten que merecen el total reconocimiento del mundo, así como una condescendencia y lealtad plenas o una obediencia ciega.

Pretenden ser el centro del mundo, por lo que, al comprobar que ni se les considera ni se les valora como tal, que incluso pasan inadvertidos, cuando no son objeto de burla, se sienten frustrados e irritados. Se comportan como niños mimados o mal educados que creen que su madre está en este mundo sólo para adorarlos y se enfadan si ella dedica su atención también a otras cosas, por ejemplo, a sus hermanos, a su esposo, a los libros o a cualquier trabajo.

Todo esto lo sienten como una injusticia, una herida, un ataque contra ellos, la puesta en tela de juicio de sus valores. La fuerza interior que podría ser amor se convierte en odio hacia la presunta fuente de agravios.”

“El odio es la característica diabólica del ángel caído: es un estado del alma que anhela ser Dios e, incluso, cree serlo, pero se siente permanentemente atormentada por las insinuaciones de que no lo es o no puede serlo”, señala en otro tramo de su oratoria.

Un hombre infeliz

“El hombre que odia es esencialmente infeliz, nunca podrá alcanzar la felicidad total. Puesto que, haga lo que haga para ser, por fin, debidamente apreciado o para que, finalmente, se consiga acabar con los que presuntamente tienen la culpa de que él sea menospreciado, jamás logrará obtener el tipo de éxito con el que sueña, es decir, el absoluto: siempre se le aparecerá en cualquier sitio -por ejemplo, en la sonrisa alegre, conciliadora y disculpatoria de su víctima- todo el horror de su impotencia o, mejor, de su incapacidad de ser Dios.

Sólo existe un odio, es decir, no hay diferencia entre el odio individual o colectivo; el que odia al individuo es muy probable que sucumba al odio de un grupo o que lo propague por él. Probablemente, incluso el odio tribal -tanto religioso, ideológico-doctrinal, social, nacional o cualquier otro- represente un embudo que, en última instancia, succiona a todos los que están predispuestos para el odio individual. En otras palabras: el núcleo más característico y el potencial humano de todos los odios tribales lo constituye el conjunto de personas capaces de sentir un odio individualizado.

Además, el odio colectivo, compartido, difundido y ahondado por estas personas, tiene una atracción magnética especial con la que consigue hacer entrar a través de su embudo a muchas otras que, originalmente, parecían no poseer la capacidad de odiar. Se trata de gente moralmente pequeña y débil, egoísta, con un espíritu perezoso, incapaz de pensar por sí misma y, por ello, propensa a sucumbir a la sugestiva influencia de los que odian.”

El odio colectivo

“El odio colectivo libera a los hombres de la soledad, del abandono, del sentimiento de debilidad, de la impotencia y del desprecio, y así, evidentemente, les ayuda a hacer frente a su complejo de fracaso y de ser menospreciados. Al integrarlos a una comunidad, se crea entre ellos una hermandad basada en un principio aglutinador simple -ya que la participación en ella no exige nada-, las condiciones de la admisión se cumplen fácilmente, nadie debe temer suspender el examen de entrada.”

En su discurso, Havel deja claro el peligro que significa para el mundo la germinación del odio colectivo.

“Debemos luchar enérgicamente contra cualquiera de los posibles gérmenes del odio colectivo, no sólo por principios, sino también porque hay que hacer frente al mal también por nuestro propio interés.

Los hindúes tienen una fábula sobre el pájaro mítico Bhérunda. Es un pájaro con un cuerpo, pero con dos cuellos, dos cabezas y dos conciencias independientes. A raíz de la continua convivencia, las dos cabezas empezaron a odiarse y decidieron hacerse daño entre sí, por lo que empezaron a tragar piedras y veneno.

El resultado es evidente: el pájaro Bhérunda empieza a tener espasmos y muere gimiendo en voz alta. Krishna, con su misericordia ilimitada, lo resucita para que recuerde siempre a los hombres cuál es el final de cualquier odio. Jamás consume sólo al odiado, sino siempre y a la vez -y puede que con más fuerza- al que odia.

También nosotros, los que vivimos en las resurgidas democracias europeas, deberíamos recordar esta fábula diariamente: si una de ellas se deja vencer por la tentación de odiar a la otra, todos terminaremos como el pájaro Bhérunda. Con la diferencia de que, en esta tierra, difícilmente encontraremos a un Krishna que nos libere de nuestro infortunio.”

 

Imagen de Václac Havel publicada en prague.eu

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