El ilustrado y la guerrera

 

I – El hombre ilustrado lustrador

El doctor Carlos Santander lustró por tercera vez en el día su biblioteca. Acomodó uno a uno los libros, sacó brillo a la placa que su padre le había regalado minutos después de rendir la última materia, logro que le proporcionó el pasaporte para ingresar en las páginas de profesionales bajo el rubro Siquiatría.

Con la franela embebida por un lustra muebles especial frotó el teléfono hasta dejarlo reluciente, castigó con los movimientos los objetos pulcramente distribuidos en el escritorio: cenicero, portalápices, cortapapeles y un grabador en miniatura.

El ritual recién comenzaba. Un aerosol promocionado en la televisión por sus atributos mágicos a la hora de sacar manchas, fue el objeto utilizado para salpicar las teclas y el monitor de la computadora.

La casa estaba en orden. Tal y cual estipulaba el manual estudiado en su infancia en el seno de una familia tradicional aferrada al dinero, la moral y las buenas costumbres.

Pasó la mano por su juguete rabioso, ese elemento de cambiante morfología que la naturaleza había colocado sin previo aviso entre sus piernas. Anotó en su agenda: “buscar una mujer para saciar mis necesidades fisiológicas”. Sonrió. Era parte de su programa el acto sexual sin compromisos, una minúscula partícula del indispensable rito cotidiano.

En su libro electrónico escribió: Tengo 60 años de soledad, numerosos fracasos disfrazados de éxitos y viceversa. Sé lo que nunca quise saber, ignoro lo que deseo. Vivo, ¿vivo? o muero a cada instante. No debo olvidar la dosis no autorizada de píldoras para dormir.

Hizo apenas unos pasos cuando el timbre del teléfono lo sobresaltó.

-Carlos, habla Rosa.

Ex mujer, ex amante, colega insoportable.

-¿Necesitás dinero?

-No, quedate tranquilo, tu fama de amarrete ya es titular de los diarios. Tengo una paciente. Me gustaría que estudiaras el caso.

Maldita mujer de lengua venenosa.

-Estoy retirado lo sabés. Es una decisión definitiva.

-Tus decisiones definitivas siempre terminaron en el comienzo de los réditos. Tal vez consigas una buena historia para esa novela que piensas escribir en tu ocaso buscando tu minuto de gloria, satisfacción externa de tu pulverizado ego.

Bruja, Hera. Serpiente.

-El infierno está a pocos metros, si querés te pago el pasaje.

Cortó. Abrió su casilla de correo y allí estaba Rosa nuevamente y una dirección. El mail de una mujer llamada Atenea.

II – La mujer herrera guerrera

Atenea miró el amanecer. Saludar al sol a la hora de su aparición en el horizonte era uno de sus placeres favoritos. Recostada en su sillón predilecto, hizo su ritual en honor al Astro Rey.

Acarició su obra diminuta en hierro, un candelabro que hizo para su abuela fallecida cuando era bebé. Siendo muy pequeña sintió la necesidad de trabajar con los metales y el fuego. Sus viajes de plano en plano, le permitía conectarse con diversos dioses, entre ellos Hefesto y aprender sus trucos.

Desde su llegada al mundo, se convirtió en un ser especial, distinto. Al sacarla del vientre de su madre, los médicos iniciaron la tarea de limpiarla, de pronto la bebé se paró, la luz generó la imagen de una espada en su mano. Fueron apenas unos segundos, suficiente para que los profesionales tuvieran un shock y salieran disparados del quirófano, acompañados por el llanto de la pequeña prodigio.

A los 5 años, tenía largas conversaciones con su abuela. “La abuela murió”, le explicó su madre cuando la niña le contaba las charlas.

“Ella está viviendo en otro plano, yo la visito todos los días”, apuntó Atenea con total naturalidad.

En su cuaderno, dibujó un cubo y en uno de sus lados hizo un retrato perfecto de la gran madre. “Voy viajando por cada uno de los lados, observando lo que pasó, lo que pasa y lo que pasará”, escribió.

Numerosos doctores la revisaron. Infinidad de estudios le realizaron. Cientos de diagnósticos y ninguna conclusión.

Atenea se sentaba frente al espejo y espontáneamente hablaba en idiomas desconocidos, presagiaba acontecimientos futuros y hasta adivinaba quien tocaba el timbre de la puerta o llamaba por teléfono.

“Esta chica está loca, está endiablada”. El comentario corría vertiginoso por las calles de su barrio, se transportaba por las arterias de su ciudad.

¿Quién era la caminante cúbica?

¿Un ser de otro planeta, una falla del Universo, una criatura del Olimpo o simplemente una chiflada psicótica?

III- Viajando por el agujero negro

Atenea prendió su computadora a las 8.15 de la mañana, cinco minutos después entró el mensaje. “Buenos días, soy el doctor Carlos Santander, una colega me habló de usted, me pidió mi opinión sobre su caso”.

La mujer pulsó responder: “¿Terminó de lustrar sus placas, tomó sus pastillas, satisfizo sus necesidades?”

Chat habilitado. “Parece que ya le hablaron de mí”

-No es necesario que me hablen de usted, puedo verlo en su rutina día tras día.

– Qué tontería. No nos conocemos.

– Ahora mismo, está luchando con el tabaco y a punto de encender su pipa. Está en el nivel 1, nunca se sale del plano físico. Nunca entenderá. No soy yo la que necesita tratamiento, es usted. Por eso nos conectamos.

Final de la conversación. El lustrador ilustrado acarició su pipa. Pensó en esa mujer insolente que se atrevía a cuestionar sus conocimientos y a dictaminarlo “enfermo”.

“Estúpida muchacha, estúpida mujer o quien sea”, susurró mientras giraba la cuchara en el café recién servido.

El chat se abrió nuevamente y las letras aparecieron casi dibujadas. “Esta estúpida mujer se llama Atenea, solitaria, poderosa y guerrera. Nunca me casé, vivo en planos diferentes todo el tiempo. Me conecto con la divinidad, con el Todo a través del agujero negro de mi espejo.”

– ¿El agujero negro?

Sí, el que me permite recorrer los otros planos de la existencia. Los que no vemos porque nuestro físico nos limita, nuestros ojos nos engañan y nuestro oído es demasiado influenciable por las voces egoístas y llenas de odio.

– (Pausa larga) ¿Podés demostrarme con hechos lo que decís? En una caja de seguridad, tengo algo muy importante que sólo yo conozco. ¿Podés verlo?

– Tome la caja en sus manos.

Carlos Santander se dirigió al modular, sacó de su interior un cofre cerrado con siete llaves. Lo puso en el escritorio al lado de la computadora y soltó una carcajada. Game over, pensó. Chau fabuladora infiltrada.

En el chat aparecieron emojis con caritas pensando, luego un agujero negro. Sintió un leve escalofrío, una serpiente cambiando la piel en su espalda y una mano tocando el cofre. Fueron segundos, cerró los ojos. Despacio, se levantó del sillón y se sirvió otro café.

Regresó a su lugar y vio el nuevo mensaje.

-En el cofre hay una pluma. Una pluma blanca, la encontró en su habitación después de la muerte de su padre. Debo irme.

Carlos abrió el cofre, allí estaba la pluma blanca, la del ángel protector que había olvidado por su afán de ser fuerte y narcisista.

Las lágrimas brotaron al unísono con el cielo. El reloj marcó las 10, afuera llovía.

Demasiado temprano para el whisky, demasiado temprano para el agua de la vida.

IV- Noche de insomnio

Insomnio. Una cuchara gira y gira en la taza de café bien caliente, unos hielos juegan en el vaso de whisky.  Unas gotas de luna para llamar el sueño, un ángel esperando ser invocado y el viento susurrando palabras tiernas a la madrugada. Insomnio. Una sinfonía de ilusiones perdidas, un canto de sirena inaudible, una ola traviesa jugando en la playa y una lágrima intentando abrir su jaula. Insomnio. La noche se viste de odalisca y despliega su danza bajo la luz de las estrellas.

Insomnio. Atenea no podía dormir. Carlos no podía dormir. Cada uno refugiado en su plano. Los dos bebiendo. El hombre ilustrado pulsó el botón encendido de la PC.

La mujer guerrera repitió el acto. La luna llena se permitió una sonrisa cómplice con su amigo el sol. El Universo abrió su puerta, liberando al Todo.

Un poema se armó, lentamente, con las letras improvisadas de las estrellas.

“¿Estás?, preguntó él. “Estoy”, respondió ella.

“¿En qué plano?”, preguntó él. “En el quinto”, respondió ella.

“¿Y cómo logro subir?”, interrogó él. “Dame la mano”, dijo ella.

Y así, juntos ingresaron en el agujero negro del espejo, en el laberinto de la imaginación, en los secretos de la existencia. Juntos vieron las injusticias, las desigualdades, las miserias, los pecados capitales de un mundo de pocos, sostenido por el sufrimiento de muchos.

Tomados de la mano, viajaron por el pasado, por el presente, por el futuro. Ese conjunto indivisible que nos enseña un camino diferente al diseñado en nuestro refugio individual. Ese habitáculo que construimos, sin pensarlo, para defendernos del otro, para defendernos del amor.

Y juntos, con sus diferencias, los encontró el sol, con la esperanza de un nuevo amanecer distribuido en los diversos planos del ser.

Juntos en el Somos.

 

 

– Imagen de Syaibatul Hamdi en Pixabay

 

 

 

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