Tiempo de tormenta, tiempo de espera
Miro el tiempo. La magnitud física sin química. La dimensión entrelazada en diversos planos. El espacio que existe entre el principio de acción y reacción, permanecer o ser, estar o irse. Miro el tiempo desde el cráter de mi volcán interior. No lo observo en detalle, simplemente lo miro. Como si fuera un pájaro enjaulado con las alas cortadas, pero sin perder las ganas de cantar hasta morir o hasta vivir.
Y no sé si es el tiempo que pasa, o el que se detiene en cualquier esquina a esperar que el farol del alma le muestre un camino para desandar lo bien o lo mal andado. Y no sé si es el tiempo pasado que fue mejor, o el tiempo presente único e irrepetible, o el tiempo futuro vistiendo su mejor gala para no decepcionar a los cultores de la esperanza.
Lo miro y sin temor reconozco que no sé quién es. Si es el tiempo de llorar o el de reír, el de la siembra o el de la cosecha, el de las vacas flacas o las vacas gordas.
No sé, humildemente lo declaro, si es el tiempo de la bienvenida o del adiós. Sólo sé que es el tiempo, relativo o absoluto, propio o ajeno, amante clandestino del espacio y de la velocidad de la luz o de la oscuridad, según como se mire.
Es simplemente el tiempo, el que miro sin ver desde mi ventana en una noche de truenos, relámpagos y lluvia. En una noche de pueblos sufriendo, de países convulsionados, de futuros embargados.
Es simplemente el tiempo, el que miro sin ver desde mi ventana. El que está solo y espera, como muchos, que pase la tormenta.