A 42 años de una guerra improvisada
En un refugio improvisado, cubierto de hielo, sin alimentos, sin armas, sin abrazos, sin consuelo. En una trinchera desgastada, sin un manto de esperanza, un pibe de 18 años llora. Llora por sus amigos, por sus compañeros, por los vivos, por los que se fueron. Un pibe llora por nosotros, por su familia, por la locura de algunos, por la sin piedad de otros, por su querida Patria.
Llora por el grito sagrado de libertad (palabra tan desprestigiada hoy), por los laureles que no son eternos, por el ruido de las cadenas que no pudimos romper y seguimos sin romper. Llora abrazado junto a la “Gloria” abandonada a su suerte. Un pibe apenas, un chico del pueblo, un hijo de todos. Un pibe como tantos, de este siglo XXI, engañado, arrojado a la incertidumbre.
Y de pronto, una lágrima pequeña comienza a rodar por el continente. Y va creciendo, juntándose con otras pequeñas gotas saladas que salieron de los ojos de millones de argentinos. Y va haciéndose gigante, tomando la forma de dos islas, una de ellas, casualmente, llamada Soledad. Esa soledad que hoy nos envuelve, nuevamente, en un manto ficticio y plagado de mentiras.
Y ese universo de llanto, sincero, en su momento, se unió a fuego con el corazón de ese pibe y de los miles de pibes que lloraron abrazados a la nada, en medio del infierno.
Y que siguieron llorando al regresar por la indiferencia de muchos o de pocos, no importa la cantidad, que se negaron a ver, se negaron a oír. Igual que hoy, se niegan a ver, oír y sentir.
Pasaron 42 años y más que nunca necesitamos sentir el llanto de ese pibe, sentirlo en cada uno de los hombres que hoy lucen con orgullo y con dolor el traje de excombatiente, de Veteranos de Guerra de Malvinas.
Por los que sobrevivieron, por los caídos, por nuestra pertenencia, por tantas lágrimas, más que nunca o más que siempre, abracemos al prójimo, unamos nuestros corazones y defendamos nuestros derechos.
Malvinas, nuestras por siempre.